Como
aquel día, que Ángel tenía muchos, muchos mocos. Casi no podía ni respirar. A
cada ratito estaba con el pañuelo, sonándose, pero no se acababan nunca. Y eso
le ponía de muy mal humor.
Mamá
le había explicado que cuando se está acatarrado es como si los mocos llegaran
casi hasta el cerebro y no te dejan pensar con claridad, pero que en unos días
los mocos desaparecerían y Ángel volvería a sentirse igual de bien que antes.
Pero claro, Ángel tenía prisa porque eso sucediera.
Cuando
llegó a casa del cole se sentía muy cansado, así que se quitó las zapatillas y
se tiró en el sofá. Mamá le preparó un vaso de leche calentita, que según ella
a los mocos no les gusta nada, nada pero no le apetecía tomárselo. Mamá intentó
convencerle de que hay cosas que hacen que el catarro se cure antes pero Ángel
estaba demasiado cansado para escucharla. Decidió irse a su habitación y ¡dicho
y hecho! Se levantó y se fue. Cuando mamá le vio pasar por el pasillo, le
explicó que andar descalzo no era lo mejor… otra de esas cosas que a los mocos
no les gustaba nada, por lo visto, era los pies calientes…
Paró
en la cocina a pensar en ello y decidió tomarse un vaso de agua, bien fría, de
la nevera. Entonces apareció papá y le dijo que era mejor que la tomase del
grifo, que a los mocos les encantaba el agua helada y si la bebía tan fría, no
querrían irse nunca de su naricilla. ¡Hala! Otra cosa más. Empezaba a hacerse
un lío. Y se encontraba cada vez peor.
Necesitaba
algo que le ayudase a sentirse bien, pensó qué podía hacer y rápido se le
ocurrió: podía jugar con esos muñecos tan graciosos que cambiaban de color al
mojarse, sí, eso sería genial. Ni corto ni perezoso fue a buscarlos, los llevó
al baño, abrió el grifo del lavabo y se puso a jugar tal cual estaba, descalzo
y todo.
Al
poco rato Ángel se sintió fatal, le dolía la cabeza y la nariz. Ahora sí que no
podía respirar… se sentía tan enfermo que llorando, llamó a su mamá. Si tendría
mal aspecto que mamá le cogió en brazos y le llevó hasta la cama, le cambió la
camiseta que se había empapado, le abrigó bien con su mantita de ositos y se
sentó a su lado a hacerle mimitos. Cuando Ángel comenzó a entrar en calor, le
preguntó a su mamá que cuándo se irían los mocos, que estaba harto de ellos.
Mamá,
con mucha paciencia, le explicó que los mocos son como huéspedes gorrones, que
se presentan cuando quieren y sin avisar, sin que nadie les invite, y si les
gusta lo que hay, se quedan. Que lo que más les gusta es el frío y la humedad y
que la mejor forma de echarlos era mantener el cuerpo calentito, con calcetines
y ropa seca y de abrigo, y darles de comer cosas con muchas vitaminas y también
calentitas. Que con eso los mocos pronto se cansarían y se largarían.
Ángel
sonrió contento. Ahora lo entendía. Así que esas teníamos ¿eh? Pues se iban a
enterar esos mocos tontos. Pidió a mamá ese vaso de leche calentita que no
había querido beberse y se lo bebió enterito. Mamá le sonrió y le dijo que seguro
que en ese momento los mocos estarían diciendo “uy, chicos, vámonos de aquí, que aquí ya no tenemos nada que hacer”.
Justo cuando acababa de decirlo, Ángel estornudó y mamá le limpió con un
pañuelo y le dijo “¡hala!, estos ya no te
molestan, ¡a la papelera!”. Ángel
sonrió encantado, por fin lo había entendido, y se libraría de los mocos, ¡vaya
si se libraría!
A
partir de ese momento, Ángel se cuidó mucho, manteniendo su cuerpo seco y
caliente, tomando sopitas, leche y todas esas cosas que a los mocos no les
gustaban, y en un par de días empezó a sentirse mucho mejor. Y les prometió a
sus papás que, a partir de entonces, haría todo lo posible para que los mocos
no quisieran vivir en su naricilla nunca más. Y lo cumplió, porque lo había
prometido, y las promesas se cumplen.
Y
colorín colorado este cuento se ha acabado.