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lunes, 23 de julio de 2012

Ángel no quiere tomarse la medicina

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…

Como aquel día, que Ángel se encontraba mal y tenía muchos mocos. Sus papás le habían llevado a ver a la doctora que le había mandado una medicina de color naranja. Desde que vio el bote, Ángel sabía que aquello no podía estar bueno. Le gustaba el color naranja pero para colorear, o en un jersey o una pelota de baloncesto… pero en aquel bote...

Claro que el zumo de naranja le encantaba, a lo mejor era algo parecido. Cuando mamá se le acercó con la cuchara llena de aquella cosa naranja, Ángel puso cara de asco y, cerrando con fuerza la boca, olisqueó como si fuera un perrito. ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Puajjjjjj!!!!!!!!! Desde luego aquello no era zumo de naranja, ni siquiera olía parecido.

Mamá se sentó a su lado y le explicó que era la medicina que le había mandado la doctora, y que cuando un médico manda tomar una medicina es porque es la mejor para curarse, y le dio la razón en que algunas medicinas huelen mal, y no saben muy bien, pero curan… Pero por más que le explicó, le habló y le trató de convencer, Ángel no abría la boca. ¿Cómo iba a ser bueno aquello? Seguro, seguro que le estaban engañando.

Mamá le acarició la cabeza, le puso el termómetro y le dijo que tenía fiebre, y que si se tomaba la medicina la fiebre bajaría y se encontraría mucho mejor. Ángel pensó que su madre tenía razón, no se encontraba muy bien, le dolía la cabeza y estaba muy cansado y con aquellos malditos mocos casi no podía ni respirar… pero ¡no iba a tomarse aquella medicina que olía a puchero de bruja! ¡por supuesto que no!

Papá se acercó a la habitación y también intentó convencerle. Incluso le contó que a él tampoco le gustaban las medicinas y que cada vez que tenía que tomar una lo pasaba fatal, pero que sabía que era lo mejor, así que se la tomaba lo antes posible para olvidarse del asunto. Le prometió incluso que si se tomaba la medicina le daría una onza de chocolate, pero nada, que Ángel era más terco que una mula y no quería tomarse la medicina.

Al final sus papás le advirtieron de lo que iba a pasar, de que iba a tardar mucho en ponerse bueno, de que a lo mejor empeoraba y tenían que darle otras medicinas peores o incluso ponerle alguna inyección… pero como Ángel seguía ahí, en su cama, con la boca fuertemente cerrada, apagaron la luz y se fueron a dormir.

A media noche, Ángel empezó a encontrarse mal, muy mal. Ahora ya no solo le dolía la cabeza sino también los oídos, la garganta y el pecho. Tenía tantos mocos que no conseguía respirar por la nariz y eso le hacía sentirse muy mal. Tanto que ahora ya hasta le dolían los brazos y las piernas. Y ¡tenía un calor! Era horroroso, aunque estaban en invierno, Ángel se sentía como si se hubiera sentado en la barbacoa de la abuela… ¡pero si estaba incluso sudando!

Intentó llamar a mamá pero solo le salió una vocecita como de hormiga. Lo intentó de nuevo y nada, parecía que estaba totalmente afónico. No se oía ni él. Entonces pensó que lo mejor era ir él mismo a la cama de sus padres y bajó los pies al suelo. Pero no había tenido en cuenta que casi no tenía fuerzas así que cuando se levantó, sus rodillitas se doblaron y… ¡pumba! Se cayó al suelo como si fuera una marioneta.

Lo único bueno que tuvo aquel batacazo es que sus papás oyeron el ruido y pronto aparecieron en la habitación de Ángel a ver qué ocurría. ¡Vaya susto que se llevaron al encontrarle allí en el suelo! Mamá preguntó que qué pasaba mientras le ponía la mejilla en la frente y decía preocupada “este niño tiene mucha fiebre”  porque la mejilla de la mamá de Ángel, como todas las mejillas de mamás del mundo lleva un termómetro buenísimo, mejor que cualquiera de los de la farmacia. Al oírla, el papá de Ángel se fue corriendo a su dormitorio, se vistió y mientras la mamá se vestía envolvió a Ángel en una mantita y le cogió en brazos. Salieron corriendo al hospital.

Cuando llegaron Ángel no podía casi ni abrir los ojos, le dolía todo el cuerpo y respiraba fatal. Un millón de médicos se acercaron, bueno, igual no eran un millón pero a él le parecieron muchísimos, y empezaron a mirarle como si fuera un coche en un taller. Después de mirarle con aparatos rarísimos, se fueron todos. Todos menos uno que se quedó hablando con sus papás. Aunque Ángel estaba como dormido se enteró de algunas cosas. El médico preguntó si había tomado alguna medicina y cuando los papás de Ángel le contestaron que tenía que tomar la de color naranja pero no había querido… el médico le miró muy serio y le dijo “¡pero hombre! ¿cómo que no te has tomado la medicina? ¿cómo quieres que se vayan los mocos entonces? Claro, no me extraña que estés tan malito”.

Ángel tenía ganas de llorar, así que era verdad, no había tomado la medicina y se había puesto peor, mucho peor… y ahora ¿qué iba a hacer? Quería preguntárselo al doctor, y a sus papás, pero no tenía fuerzas, ni voz. Menos mal que papá sabía leerle el pensamiento que si no… Le cogió la manita y le dijo “No te preocupes, Ángel, estamos en el hospital y seguro que pueden hacer algo para que enseguida te encuentres mejor”. Y mirando al médico le preguntó “¿verdad, doctor?”.  El médico miró a sus papás y luego a él, de reojo, y dijo muy serio “sí, pero… ahora no va a tener que tomarse una medicina”, y antes de que Ángel saltara de contento, terminó: “sino dos… y una inyección”.

¡Lo que faltaba! Dos medicinas  y una inyección… La había liado, ¡y gorda! Ahora tenía todavía más ganas de llorar. Y parecía que papá y mamá también estaban muy tristes, sabían que Ángel detestaba las medicinas… y las inyecciones… pero claro, ya le habían advertido de lo que pasaría si no se tomaba aquella cosa naranja… Y ahora Ángel se encontraba tan mal, pero tan mal que… haría lo que fuera por ponerse bueno. Incluso tomarse las dos medicinas, y dejarse poner la inyección y… y… y… estaba pensando todo esto cuando la enfermera entró y, con mucho cuidadito, le pinchó.

Ángel estaba tan arrepentido de no haberse tomado esa noche la medicina naranja que ni se quejó, ni lloró ni rechistó. Le pusieron la inyección, le dieron las dos medicinas y le dejaron dormir un ratito.

Cuando se despertó vio a su lado a papá y a mamá, con mucha mejor cara. Él también se encontraba mucho mejor. ¡Claro, las medicinas le habían curado! Ayyy, qué tonto había sido de no habérsela tomado antes… pero ahora ya lo sabía. Se lo había aprendido. Miró sonriendo a sus papás y les prometió que, a partir de entonces, siempre siempre se tomaría las medicinas que le mandara el médico, aunque no le gustaran y oliesen mal y supieran a puchero de bruja.

Y desde ese día, cuando el médico le mandaba alguna medicina a Ángel siempre se la tomaba rápidamente y sin rechistar, que lo había prometido y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

viernes, 6 de julio de 2012

María Elena se vistió antes de la ducha

Érase una vez que se era, que colorín colorado y este cuento se ha acabado… porque este es un cuento de María Elena, que todo lo hacía al revés.

María Elena era una niña muy buena, muy cariñosa y simpática, y muy trabajadora, pero… todo lo hacía al revés. María Elena se levantaba por la noche y se quería acostar por la mañana, iba al cole el domingo y luego el jueves no iba… y sus papás y sus profesores le decían “María Elena, María Elena, fíjate, que si haces las cosas al revés te vas a meter en un lío” y ella respondía “is, is, is”, porque María Elena a veces… ¡incluso hablaba al revés!

Un día, María Elena estaba jugando cuando papá entró a decirle que recogiera ya los juguetes, que era la hora de darse una ducha, cenar y dormir. Estaba tan cansada que hasta le pareció buena idea. Recogió sus juguetes, sus libros, cada cosa en su lugar. Y se fue al cuarto de baño. Papá le dijo: “Te dejo aquí el pijama para que te lo pongas luego, y las zapatillas”. “Vale, papá”, respondió María Elena casi sin mirar.

Se quedó mirándose en el espejo, y se puso a hacer muecas “ahora cara triste, ahora cara contenta, ahora enfadada… ahora…” “¡María Elena! ¿cómo va esa ducha?” la voz de papá sonó junto a la puerta. “¿Ducha, qué ducha?” Andaaaa, si había venido al baño a ducharse… se le había olvidado… “Estoy en ello” respondió María Elena, y rápidamente comenzó a desnudarse. Luego hizo pis, porque ya se había aprendido que antes de la ducha había que hacer pis, que si no, luego, al mojarse los pies le daban las ganas… Se sintió orgullosa de sí misma, qué mayor estaba, que se acordaba ella solita de las cosas importantes, de hacer pis antes de la ducha, ya sabía peinarse, vestirse… y mientras pensaba esto, cogió distraída su pijama y empezó a ponérselo, fijándose muy pero que muy bien.

Acababa de abrocharse el último botón cuando de nuevo oyó unos golpecitos en la puerta: Toc, toc “María Elena, ¿todo bien? No oigo el agua de la ducha” “Uy, el agua, es cierto”. María Elena trató de abrir el grifo pero desde fuera no llegaba, tendría que meterse en la bañera. Se metió, abrió el grifo y…. el agua comenzó a caer sobre su cabeza en el mismo momento en que papá, al otro lado de la puerta, le recordaba “Enjabónate bien y frótate fuerte las rodillas” María Elena pensó “Uy, el jabón, es verdad”. Cogió el bote del jabón y se echó un poquito en la mano y justo cuando iba a enjabonarse las rodillas… se dio cuenta. ¡Llevaba el pijama puesto!

“¡¡¡Andaaaaaaaaa!!!” gritó María Elena llevándose la mano a la frente. Y papá, que conocía esa expresión, abrió la puerta del baño, esperando encontrarse… ¡a saber qué! Y se encontró justo lo que tú estás pensando. A María Elena, con el pijama puesto, dentro de la ducha, empapada de los pies a la cabeza y las rodillas de los pantalones llenas de jabón… con cara de susto y de “¡Ay madre, la que he liado!”, sin saber qué hacer.

Menos mal que papá sí sabía lo que tenía que hacer. Cerró inmediatamente el grifo y mirando a María Elena le preguntó “pero ¿qué ha pasado?” María Elena no lo sabía, contestó “pues… esto… yo… creo que… me he distraído”. Definitivamente, la había liado otra vez. Y ahora estaba chorreando, y tenía frío, y su pijama estaba empapado. Papá, muy serio, le dijo “anda, quítatelo mientras voy a por un pijama seco”. Sin salir de la bañera empezó a desabrocharse pero quitárselo así no era nada fácil, la tela pesaba mucho y además se pegaba a sus piernas y a sus brazos… Tardó un montón, lo mismo que papá en encontrar otro pijama.

Cuando por fin papá volvió al baño le ayudó a ducharse. Y mientras le explicó que había que fijarse, que ahora no podría ponerse el pijama de estrellitas que tanto le gustaba y además al estar tanto rato mojada igual había cogido frío… eso por no hablar de lo que tardaría en secarse su pijama favorito.

María Elena se dio cuenta, al estar mirándose al espejo se había distraído y claro, le había pasado lo de siempre, que las cosas que se hacen distraída no salen bien. Un poco triste, terminó de ducharse, se secó, se puso el pijama sequito y salió a cenar.

Los siguientes días María Elena tuvo mocos, de esos gordos que entran en la nariz cuando uno coge frío y luego no quieren salir, y se encontró bastante mal. Le dolía la cabeza, la garganta, no podía respirar… y todo porque se había acatarrado. Así que se acordó muchas veces de por qué habían venido los mocos, por el rato que había estado empapada con el pijama chorreando intentando quitárselo… y se prometió a si misma que sería la última vez que se duchaba vestida. Y lo cumplió, a partir de entonces, cuando María Elena se preparaba para la ducha, se repetía  a sí misma: “me desnudo, hago pis, me ducho sin ropa, me seco y me visto”. Y a puro de repetirlo, se lo aprendió tan bien, tan bien que nunca más le volvió a pasar.

Y colorín colorado que este cuento se ha acabado, y no vuelve a empezar porque te lo cuento yo, que si te lo llega a contar María Elena…