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jueves, 15 de noviembre de 2012

Ángel no quiere desayunar

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…

Como aquel día, que Ángel decidió que no quería desayunar. Así, por las buenas. La verdad es que a Ángel le costaba desayunar muchos días. Decía que aún tenía las tripas dormidas, que no le cabía nada o que no podía tragar. Su mamá le preparaba un ColaCao y unas galletas con mantequilla o una tostada o un sandwich y siempre le decía que si prefería un zumo, o cereales, fruta, yogur... o lo que fuera, se lo dijera. Que a ella le daba igual lo que desayunara, siempre y cuando desayunara. Que si no, no tendría fuerzas para jugar todo el día, se cansaría y no iba a crecer.

Pero Ángel no se lo creía, pensaba que eran tonterías suyas. Total, un desayuno, si eso no podía ser tan importante. Y aquel día decidió comprobarlo. Decidió demostrarle a su madre que no pasaba nada por no desayunar. Absolutamente nada. No sabía lo equivocado que estaba.

Después de mucho insistir, su madre le dijo "Mira, si no quieres desayunar, no desayunes, peor para ti. Pero si luego te quedas sin fuerzas, a mí ni me lo cuentes". Y claro que no pasó nada. Ángel pasó el día como si tal cosa. Y al día siguiente tampoco desayunó. Y no pasó nada. Ni al siguiente. Estaba claro, cuentos chinos de su madre.

El caso es que pocos días después ocurrió algo extraño. En el patio del cole estaba jugando al pilla pilla y de repente... ufff, ¡qué cansancio! Apenas podía seguir corriendo. Tuvo que sentarse y descansar. Su amigo Sergio se acercó y le preguntó qué le pasaba. Ángel le miró y... te parecerá raro pero le vio así como... más alto. Le dijo que no pasaba nada, se puso en pie y, cuando trataba de pillar a María, se dio cuenta de que no podía. Ella corría mucho más rápido. Y eso sí que no, vale que Sergio era muy veloz, y Clara, y Antonio, incluso Cristina podía ganarle si se lo proponía pero María no. Claro que no. No podía consentirlo. Se puso en pie dispuesto a pillarla y... y sus rodillitas hicieron "clac clac clac" temblonas... y se tuvo que sentar otra vez. Como si se hubiera quedado sin batería. No entendía nada. Les dijo a sus amigos que no le apetecía jugar más y se sentó pensativo en un rincón del patio.

Esa tarde fue a buscarle al cole el tío Javier y Ángel aprovechó para contarle lo que había pasado en el patio. Tío Javier le escuchó muy atentamente y cuando acabó le preguntó muy serio "Pero Ángel, ¿cómo es eso de que te quedaste sin fuerzas?" El niño sonrió aliviado, al menos su tío tampoco lo entendía. "A no ser, claro..." continuaba diciendo tío Javier "que no desayunases suficiente". Ángel se quedó helado. Le preguntó a su tío que por qué decía eso y él le explicó que la comida es para las personas como la gasolina para los coches y que si no había suficiente en el depósito de la tripa, el cuerpo no podía funcionar.  Le dio vergüenza contarle a su tío que llevaba varios días sin desayunar y que seguramente era eso lo que había pasado. Prefirió callarse. No podía ser eso.

Cuando llegó a casa y mamá le preguntó que qué tal, Ángel le dijo que bien, pero que le parecía que sus amigos ahora eran todos un poquito (pero sólo un poquito) más altos que él. "Claro" respondió mamá tranquilamente, "será que desayunan y comen mejor que tú" y se dio la vuelta como si tal cosa. No podía ser eso, pensó Ángel.

Papá llegó un poquito tarde ese día. Ángel estaba acabando de cenar ya. Le dio dos besos, le preguntó qué tal su día y, cuando Ángel le contó que María le había ganado al pilla pilla, papá sin asombrarse ni nada le dijo "Bueno, eso será porque desayuna bien" y ¡se quedó más ancho que largo! No, no y no, no podía ser eso. O tal vez sí... Empezaba a estar un poco preocupado. Mañana sin falta resolvería ese misterio.

Al día siguiente tampoco desayunó. Mamá no insistió. Quizás porque sabía que, antes o después, Ángel se daría cuenta de su error. Cuando llegó al cole miró a sus amigos... todos ellos eran así de grandes, y él seguía siendo así de pequeño... ¿Qué estaba pasando? Decidió preguntarle a su amigo Sergio.

- "Oye, ¿tú por qué eres tan alto?" le dijo.
- "Pueeees no sé, supongo que porque como muy bien", contestó.
- "Ya, claro, y ¿tú desayunas?" insistió Ángel.
Sergio se echó a reir, "Anda, pues claro, zumo, leche con cereales y galletas".

Bueno, Sergio no valía, le preguntaría a María, que venía justo por ahí.

- "María, estás muy alta y ya corres más rápido que yo, ¿cómo lo consigues?"
María sonrió encantada y dijo "Bueno, es que ahora desayuno muy pero que muy bien. Me tomo una fruta, un ColaCao y dos tostadas con mantequilla y mermelada y tengo energía para toooooda la mañana".

¡Vaya, vaya! Esto empezaba a oler a que mamá tenía razón... ¡Ah! Hablaría con Andrés. Él no le fallaría. Le buscó por todas partes y le preguntó.

- "Andrés, Andrés, ¿a que tú no desayunas?". Su amigo le miró como si hubiese visto un fantasma y riéndose contestó "¿cómo no voy a desayunar? Si no, no aguantaría toda la mañana aprendiendo y jugando en el cole... Me tomo un bocadillo de jamón y queso, un zumo y un vaso de leche enorme". ¡Hala, ya está! Mamá tenía razón y él no. Todos sus amigos sacaban fuerzas y crecían gracias al desayuno.

Pasó todo el día casi sin poder creérselo. Cuando llegó a casa, no quiso decir nada pero había tomado una decisión: a partir de mañana iba a desayunar... sólo por probar.

Cuando se levantó por la mañana recordó lo que había decidido. Sin decir nada, cogió el vaso de ColaCao y se lo bebió enterito. Le pareció que mamá le miraba sonriente de reojo pero ninguno de los dos dijo nada. Pensó comerse alguna galleta pero se sintió incapaz, sus tripas aún parecían dormidas. Se fue al cole. Sería casualidad pero esa mañana se sintió un poquito mejor, como si tuviera más fuerzas...

A la mañana siguiente se tomó de nuevo el ColaCao. Esta vez mamá le sonrió claramente, sin mirarle de reojo. Y eso le hizo sentirse mejor. Decidió obligar a sus tripas a tomarse una galleta. Sólo una. Esa mañana en el patio, sus rodillas no temblaron al correr.

Al otro día el ColaCao entró casi solo. Y mamá le preparó una tostada, pequeñita. Cuando le daba el último bocado, un papá sonriente le dijo "Te veo más mayor". ¿Sería verdad? Debía serlo porque al ponerse en la fila del patio sus amigos eran así de grandes y él... ¡también!

Esa tarde cuando Ángel llegó a casa les pidió perdón a sus papás por no haberles creído, les dio dos besos enormes y a partir de ese día desayunó siempre siempre fenomenal, porque se había dado cuenta de lo importante que era desayunar para tener fuerzas, porque quería crecer mucho y ser siempre así de grande, porque quería ganar a María y a todos los demás al pilla pilla y porque les había prometido a sus papás que nunca más haría el tonto con el desayuno, y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 8 de octubre de 2012

Ángel está acatarrado

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…

Como aquel día, que Ángel tenía muchos, muchos mocos. Casi no podía ni respirar. A cada ratito estaba con el pañuelo, sonándose, pero no se acababan nunca. Y eso le ponía de muy mal humor.

Mamá le había explicado que cuando se está acatarrado es como si los mocos llegaran casi hasta el cerebro y no te dejan pensar con claridad, pero que en unos días los mocos desaparecerían y Ángel volvería a sentirse igual de bien que antes. Pero claro, Ángel tenía prisa porque eso sucediera.

Cuando llegó a casa del cole se sentía muy cansado, así que se quitó las zapatillas y se tiró en el sofá. Mamá le preparó un vaso de leche calentita, que según ella a los mocos no les gusta nada, nada pero no le apetecía tomárselo. Mamá intentó convencerle de que hay cosas que hacen que el catarro se cure antes pero Ángel estaba demasiado cansado para escucharla. Decidió irse a su habitación y ¡dicho y hecho! Se levantó y se fue. Cuando mamá le vio pasar por el pasillo, le explicó que andar descalzo no era lo mejor… otra de esas cosas que a los mocos no les gustaba nada, por lo visto, era los pies calientes…

Paró en la cocina a pensar en ello y decidió tomarse un vaso de agua, bien fría, de la nevera. Entonces apareció papá y le dijo que era mejor que la tomase del grifo, que a los mocos les encantaba el agua helada y si la bebía tan fría, no querrían irse nunca de su naricilla. ¡Hala! Otra cosa más. Empezaba a hacerse un lío. Y se encontraba cada vez peor.

Necesitaba algo que le ayudase a sentirse bien, pensó qué podía hacer y rápido se le ocurrió: podía jugar con esos muñecos tan graciosos que cambiaban de color al mojarse, sí, eso sería genial. Ni corto ni perezoso fue a buscarlos, los llevó al baño, abrió el grifo del lavabo y se puso a jugar tal cual estaba, descalzo y todo.

Al poco rato Ángel se sintió fatal, le dolía la cabeza y la nariz. Ahora sí que no podía respirar… se sentía tan enfermo que llorando, llamó a su mamá. Si tendría mal aspecto que mamá le cogió en brazos y le llevó hasta la cama, le cambió la camiseta que se había empapado, le abrigó bien con su mantita de ositos y se sentó a su lado a hacerle mimitos. Cuando Ángel comenzó a entrar en calor, le preguntó a su mamá que cuándo se irían los mocos, que estaba harto de ellos.

Mamá, con mucha paciencia, le explicó que los mocos son como huéspedes gorrones, que se presentan cuando quieren y sin avisar, sin que nadie les invite, y si les gusta lo que hay, se quedan. Que lo que más les gusta es el frío y la humedad y que la mejor forma de echarlos era mantener el cuerpo calentito, con calcetines y ropa seca y de abrigo, y darles de comer cosas con muchas vitaminas y también calentitas. Que con eso los mocos pronto se cansarían y se largarían.

Ángel sonrió contento. Ahora lo entendía. Así que esas teníamos ¿eh? Pues se iban a enterar esos mocos tontos. Pidió a mamá ese vaso de leche calentita que no había querido beberse y se lo bebió enterito. Mamá le sonrió y le dijo que seguro que en ese momento los mocos estarían diciendo “uy, chicos, vámonos de aquí, que aquí ya no tenemos nada que hacer”. Justo cuando acababa de decirlo, Ángel estornudó y mamá le limpió con un pañuelo y le dijo “¡hala!, estos ya no te molestan, ¡a la  papelera!”. Ángel sonrió encantado, por fin lo había entendido, y se libraría de los mocos, ¡vaya si se libraría!

A partir de ese momento, Ángel se cuidó mucho, manteniendo su cuerpo seco y caliente, tomando sopitas, leche y todas esas cosas que a los mocos no les gustaban, y en un par de días empezó a sentirse mucho mejor. Y les prometió a sus papás que, a partir de entonces, haría todo lo posible para que los mocos no quisieran vivir en su naricilla nunca más. Y lo cumplió, porque lo había prometido, y las promesas se cumplen.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

lunes, 23 de julio de 2012

Ángel no quiere tomarse la medicina

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…

Como aquel día, que Ángel se encontraba mal y tenía muchos mocos. Sus papás le habían llevado a ver a la doctora que le había mandado una medicina de color naranja. Desde que vio el bote, Ángel sabía que aquello no podía estar bueno. Le gustaba el color naranja pero para colorear, o en un jersey o una pelota de baloncesto… pero en aquel bote...

Claro que el zumo de naranja le encantaba, a lo mejor era algo parecido. Cuando mamá se le acercó con la cuchara llena de aquella cosa naranja, Ángel puso cara de asco y, cerrando con fuerza la boca, olisqueó como si fuera un perrito. ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Puajjjjjj!!!!!!!!! Desde luego aquello no era zumo de naranja, ni siquiera olía parecido.

Mamá se sentó a su lado y le explicó que era la medicina que le había mandado la doctora, y que cuando un médico manda tomar una medicina es porque es la mejor para curarse, y le dio la razón en que algunas medicinas huelen mal, y no saben muy bien, pero curan… Pero por más que le explicó, le habló y le trató de convencer, Ángel no abría la boca. ¿Cómo iba a ser bueno aquello? Seguro, seguro que le estaban engañando.

Mamá le acarició la cabeza, le puso el termómetro y le dijo que tenía fiebre, y que si se tomaba la medicina la fiebre bajaría y se encontraría mucho mejor. Ángel pensó que su madre tenía razón, no se encontraba muy bien, le dolía la cabeza y estaba muy cansado y con aquellos malditos mocos casi no podía ni respirar… pero ¡no iba a tomarse aquella medicina que olía a puchero de bruja! ¡por supuesto que no!

Papá se acercó a la habitación y también intentó convencerle. Incluso le contó que a él tampoco le gustaban las medicinas y que cada vez que tenía que tomar una lo pasaba fatal, pero que sabía que era lo mejor, así que se la tomaba lo antes posible para olvidarse del asunto. Le prometió incluso que si se tomaba la medicina le daría una onza de chocolate, pero nada, que Ángel era más terco que una mula y no quería tomarse la medicina.

Al final sus papás le advirtieron de lo que iba a pasar, de que iba a tardar mucho en ponerse bueno, de que a lo mejor empeoraba y tenían que darle otras medicinas peores o incluso ponerle alguna inyección… pero como Ángel seguía ahí, en su cama, con la boca fuertemente cerrada, apagaron la luz y se fueron a dormir.

A media noche, Ángel empezó a encontrarse mal, muy mal. Ahora ya no solo le dolía la cabeza sino también los oídos, la garganta y el pecho. Tenía tantos mocos que no conseguía respirar por la nariz y eso le hacía sentirse muy mal. Tanto que ahora ya hasta le dolían los brazos y las piernas. Y ¡tenía un calor! Era horroroso, aunque estaban en invierno, Ángel se sentía como si se hubiera sentado en la barbacoa de la abuela… ¡pero si estaba incluso sudando!

Intentó llamar a mamá pero solo le salió una vocecita como de hormiga. Lo intentó de nuevo y nada, parecía que estaba totalmente afónico. No se oía ni él. Entonces pensó que lo mejor era ir él mismo a la cama de sus padres y bajó los pies al suelo. Pero no había tenido en cuenta que casi no tenía fuerzas así que cuando se levantó, sus rodillitas se doblaron y… ¡pumba! Se cayó al suelo como si fuera una marioneta.

Lo único bueno que tuvo aquel batacazo es que sus papás oyeron el ruido y pronto aparecieron en la habitación de Ángel a ver qué ocurría. ¡Vaya susto que se llevaron al encontrarle allí en el suelo! Mamá preguntó que qué pasaba mientras le ponía la mejilla en la frente y decía preocupada “este niño tiene mucha fiebre”  porque la mejilla de la mamá de Ángel, como todas las mejillas de mamás del mundo lleva un termómetro buenísimo, mejor que cualquiera de los de la farmacia. Al oírla, el papá de Ángel se fue corriendo a su dormitorio, se vistió y mientras la mamá se vestía envolvió a Ángel en una mantita y le cogió en brazos. Salieron corriendo al hospital.

Cuando llegaron Ángel no podía casi ni abrir los ojos, le dolía todo el cuerpo y respiraba fatal. Un millón de médicos se acercaron, bueno, igual no eran un millón pero a él le parecieron muchísimos, y empezaron a mirarle como si fuera un coche en un taller. Después de mirarle con aparatos rarísimos, se fueron todos. Todos menos uno que se quedó hablando con sus papás. Aunque Ángel estaba como dormido se enteró de algunas cosas. El médico preguntó si había tomado alguna medicina y cuando los papás de Ángel le contestaron que tenía que tomar la de color naranja pero no había querido… el médico le miró muy serio y le dijo “¡pero hombre! ¿cómo que no te has tomado la medicina? ¿cómo quieres que se vayan los mocos entonces? Claro, no me extraña que estés tan malito”.

Ángel tenía ganas de llorar, así que era verdad, no había tomado la medicina y se había puesto peor, mucho peor… y ahora ¿qué iba a hacer? Quería preguntárselo al doctor, y a sus papás, pero no tenía fuerzas, ni voz. Menos mal que papá sabía leerle el pensamiento que si no… Le cogió la manita y le dijo “No te preocupes, Ángel, estamos en el hospital y seguro que pueden hacer algo para que enseguida te encuentres mejor”. Y mirando al médico le preguntó “¿verdad, doctor?”.  El médico miró a sus papás y luego a él, de reojo, y dijo muy serio “sí, pero… ahora no va a tener que tomarse una medicina”, y antes de que Ángel saltara de contento, terminó: “sino dos… y una inyección”.

¡Lo que faltaba! Dos medicinas  y una inyección… La había liado, ¡y gorda! Ahora tenía todavía más ganas de llorar. Y parecía que papá y mamá también estaban muy tristes, sabían que Ángel detestaba las medicinas… y las inyecciones… pero claro, ya le habían advertido de lo que pasaría si no se tomaba aquella cosa naranja… Y ahora Ángel se encontraba tan mal, pero tan mal que… haría lo que fuera por ponerse bueno. Incluso tomarse las dos medicinas, y dejarse poner la inyección y… y… y… estaba pensando todo esto cuando la enfermera entró y, con mucho cuidadito, le pinchó.

Ángel estaba tan arrepentido de no haberse tomado esa noche la medicina naranja que ni se quejó, ni lloró ni rechistó. Le pusieron la inyección, le dieron las dos medicinas y le dejaron dormir un ratito.

Cuando se despertó vio a su lado a papá y a mamá, con mucha mejor cara. Él también se encontraba mucho mejor. ¡Claro, las medicinas le habían curado! Ayyy, qué tonto había sido de no habérsela tomado antes… pero ahora ya lo sabía. Se lo había aprendido. Miró sonriendo a sus papás y les prometió que, a partir de entonces, siempre siempre se tomaría las medicinas que le mandara el médico, aunque no le gustaran y oliesen mal y supieran a puchero de bruja.

Y desde ese día, cuando el médico le mandaba alguna medicina a Ángel siempre se la tomaba rápidamente y sin rechistar, que lo había prometido y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

viernes, 6 de julio de 2012

María Elena se vistió antes de la ducha

Érase una vez que se era, que colorín colorado y este cuento se ha acabado… porque este es un cuento de María Elena, que todo lo hacía al revés.

María Elena era una niña muy buena, muy cariñosa y simpática, y muy trabajadora, pero… todo lo hacía al revés. María Elena se levantaba por la noche y se quería acostar por la mañana, iba al cole el domingo y luego el jueves no iba… y sus papás y sus profesores le decían “María Elena, María Elena, fíjate, que si haces las cosas al revés te vas a meter en un lío” y ella respondía “is, is, is”, porque María Elena a veces… ¡incluso hablaba al revés!

Un día, María Elena estaba jugando cuando papá entró a decirle que recogiera ya los juguetes, que era la hora de darse una ducha, cenar y dormir. Estaba tan cansada que hasta le pareció buena idea. Recogió sus juguetes, sus libros, cada cosa en su lugar. Y se fue al cuarto de baño. Papá le dijo: “Te dejo aquí el pijama para que te lo pongas luego, y las zapatillas”. “Vale, papá”, respondió María Elena casi sin mirar.

Se quedó mirándose en el espejo, y se puso a hacer muecas “ahora cara triste, ahora cara contenta, ahora enfadada… ahora…” “¡María Elena! ¿cómo va esa ducha?” la voz de papá sonó junto a la puerta. “¿Ducha, qué ducha?” Andaaaa, si había venido al baño a ducharse… se le había olvidado… “Estoy en ello” respondió María Elena, y rápidamente comenzó a desnudarse. Luego hizo pis, porque ya se había aprendido que antes de la ducha había que hacer pis, que si no, luego, al mojarse los pies le daban las ganas… Se sintió orgullosa de sí misma, qué mayor estaba, que se acordaba ella solita de las cosas importantes, de hacer pis antes de la ducha, ya sabía peinarse, vestirse… y mientras pensaba esto, cogió distraída su pijama y empezó a ponérselo, fijándose muy pero que muy bien.

Acababa de abrocharse el último botón cuando de nuevo oyó unos golpecitos en la puerta: Toc, toc “María Elena, ¿todo bien? No oigo el agua de la ducha” “Uy, el agua, es cierto”. María Elena trató de abrir el grifo pero desde fuera no llegaba, tendría que meterse en la bañera. Se metió, abrió el grifo y…. el agua comenzó a caer sobre su cabeza en el mismo momento en que papá, al otro lado de la puerta, le recordaba “Enjabónate bien y frótate fuerte las rodillas” María Elena pensó “Uy, el jabón, es verdad”. Cogió el bote del jabón y se echó un poquito en la mano y justo cuando iba a enjabonarse las rodillas… se dio cuenta. ¡Llevaba el pijama puesto!

“¡¡¡Andaaaaaaaaa!!!” gritó María Elena llevándose la mano a la frente. Y papá, que conocía esa expresión, abrió la puerta del baño, esperando encontrarse… ¡a saber qué! Y se encontró justo lo que tú estás pensando. A María Elena, con el pijama puesto, dentro de la ducha, empapada de los pies a la cabeza y las rodillas de los pantalones llenas de jabón… con cara de susto y de “¡Ay madre, la que he liado!”, sin saber qué hacer.

Menos mal que papá sí sabía lo que tenía que hacer. Cerró inmediatamente el grifo y mirando a María Elena le preguntó “pero ¿qué ha pasado?” María Elena no lo sabía, contestó “pues… esto… yo… creo que… me he distraído”. Definitivamente, la había liado otra vez. Y ahora estaba chorreando, y tenía frío, y su pijama estaba empapado. Papá, muy serio, le dijo “anda, quítatelo mientras voy a por un pijama seco”. Sin salir de la bañera empezó a desabrocharse pero quitárselo así no era nada fácil, la tela pesaba mucho y además se pegaba a sus piernas y a sus brazos… Tardó un montón, lo mismo que papá en encontrar otro pijama.

Cuando por fin papá volvió al baño le ayudó a ducharse. Y mientras le explicó que había que fijarse, que ahora no podría ponerse el pijama de estrellitas que tanto le gustaba y además al estar tanto rato mojada igual había cogido frío… eso por no hablar de lo que tardaría en secarse su pijama favorito.

María Elena se dio cuenta, al estar mirándose al espejo se había distraído y claro, le había pasado lo de siempre, que las cosas que se hacen distraída no salen bien. Un poco triste, terminó de ducharse, se secó, se puso el pijama sequito y salió a cenar.

Los siguientes días María Elena tuvo mocos, de esos gordos que entran en la nariz cuando uno coge frío y luego no quieren salir, y se encontró bastante mal. Le dolía la cabeza, la garganta, no podía respirar… y todo porque se había acatarrado. Así que se acordó muchas veces de por qué habían venido los mocos, por el rato que había estado empapada con el pijama chorreando intentando quitárselo… y se prometió a si misma que sería la última vez que se duchaba vestida. Y lo cumplió, a partir de entonces, cuando María Elena se preparaba para la ducha, se repetía  a sí misma: “me desnudo, hago pis, me ducho sin ropa, me seco y me visto”. Y a puro de repetirlo, se lo aprendió tan bien, tan bien que nunca más le volvió a pasar.

Y colorín colorado que este cuento se ha acabado, y no vuelve a empezar porque te lo cuento yo, que si te lo llega a contar María Elena…

jueves, 28 de junio de 2012

Ángel no quiere lavarse los dientes

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…

Como aquel día, que Ángel no quería lavarse los dientes antes de acostarse. Muchas veces le daba pereza pero ese día es que ¡de verdad no quería! Su mamá habló con él y le intentó convencer, su papá habló con él y le intentó convencer, hasta su tío que llamó por teléfono habló con él y le intentó convencer. Y él, que nada, que no se los quería lavar. Y al final ¡se fue a dormir sin lavarse los dientes! Sus papás le habían contado que si no se lavaba los dientes se le enfermarían y acabarían por caérsele llenitos de caries pero él no se lo creía…

Cuando se levantó por la mañana se miró al espejo “¿lo ves?” pensó sonriendo… “¡qué exagerados! No ha pasado nada de eso”. Efectivamente sus dientes lucían como siempre, todos en su boca, arriba y abajo, algo sucios eso sí pero no se había caído ninguno. Lo que Ángel no recordaba es que eso pasaría tras unos días sin lavárselos, no sólo por una noche. “Además”, siguió pensando, “si se me tienen que caer igual, a todos mis amigos se les están cayendo”. A él mismo se le había caído uno en verano y el Ratoncito Pérez le había dejado una moneda. Sonrió contento al recordarlo, la de cromos que se había comprado con aquella moneda… tampoco era tan grave que se le cayeran todos los dientes ¿no? tendría más monedas y más cromos… Decidió dejar de lavarse los dientes.

A partir de ese día, Ángel no se lavó los dientes ninguna noche. Sus papás le advirtieron de lo que iba a pasar, y trataron de abrirle la boca para meterle el cepillo pero el muy bruto no se dejó. Incluso se hizo daño al cerrarla tan fuerte… Al final sus papás le dijeron algo así como “atente a las consecuencias” que significa “vas a ver lo que pasa y te vas a arrepentir de lo que estás haciendo”. Pero no hizo caso.

Y eso, consecuencias, fueron que después de un par de días, sus dientes tenían un color bastante feo. Sus amigos no querían jugar cerca de él porque decían que su aliento olía mal. A veces incluso al tragar le sabía raro… pero como Ángel era terco como una mula, seguía sin lavarse los dientes. Y un día ocurrió. Estaba comiéndose un bocadillo de jamón y, al tirar de él sintió algo extraño ¡se le había caído un diente! Se lo llevó corriendo a mamá ilusionado pensando en que por la mañana debajo de su almohada habría una moneda pero cuando su mamá lo vio, tan sucio, le dijo:

-      Uff, no sé yo si al Ratoncito Pérez le va a gustar
-      ¿Gustar? Y ¿por qué no?
-      Hombre, Ángel, porque Pérez colecciona dientes pero un diente sucio no sé si va a ponerlo en su colección ¿no crees?
-      ¡Qué tontería! Un diente es un diente… Pero la verdad es que Ángel no estaba tan seguro de que el ratón pensara igual que él.

Finalmente llegó la noche. Al acostarse, Ángel envolvió su diente en un plastiquito y lo dejó bajo la almohada, deseando que llegara ya la mañana. Aunque le costó un poco dormirse, lo consiguió tras unas cuantas vueltas. La noche fue tranquila.

Cuando se despertó, Ángel se acordó inmediatamente de su diente, miró bajo la almohada y… ¡cuál no sería su sorpresa al encontrarse su diente envuelto allí mismo, justo donde lo había dejado! Pero bueno, ¿es que Pérez no había venido o qué? Ah, sí, junto al diente había algo más, un papelito. Era muy pequeño y no lo había visto antes. Lo cogió, tenía algo escrito, lo desdobló y… casi no podía leerlo de tan pequeño que era. Se levantó y cogió su lupa, la que tenía para jugar a los detectives.

Leyó “Hola Ángel, lo siento mucho pero este diente está demasiado sucio. Afeará mi colección así que, por favor, guárdalo tú y no me dejes más así de sucios. Atentamente, Ratón Pérez”.

Se quedó… con la boca abierta. Así que después de todo, era cierto… Pérez no quería dientes sucios… Entonces pensó que su plan había fallado, Pérez no le dejaría monedas si sus dientes no estaban limpios, y su boca sabía mal, y olía peor, estaba a punto de perder a sus amigos por esa tontería de no querer lavarse los dientes… y sus dientes seguramente estaban enfermando… a lo mejor ni siquiera le salían los nuevos, o si le salían le saldrían enfermos y se le caerían también… y entonces, entonces no podría comer deliciosos bocadillos de jamón ¡¡¡necesitaba sus dientes!!!

Entró llorando a la cocina, donde su madre preparaba el desayuno. Cuando le vio con ese berrinche se asustó un montón y se acercó a consolarle. Ángel le contó todo lo que había pasado, lo de la nota de Pérez y cómo se había dado cuenta de que dejar de lavarse los dientes había sido una tontería. Mamá le consoló y le dijo “bueno, Ángel, pero todavía estás a tiempo de arreglarlo”. Ángel dejó de llorar y miró a mamá, que seguía diciéndole “todavía se te tienen que caer muchos dientes, y si te los cuidas, Pérez los recogerá y te dejará algunas monedas, y tus amigos volverán a jugar contigo cuando tu aliento deje de oler mal, y tus dientes nuevos crecerán sanos y fuertes y podrás seguir comiendo bocadillos de jamón y de lo que tú quieras…”. Claro, mamá tenía razón… sólo tenía que… ¡volver a lavarse los dientes!

Ese día Ángel se lavó los dientes a conciencia, los frotó con el cepillo como nunca lo había hecho. Y limpió también el diente que se le había caído. Lo dejó blanco blanquísimo y lo volvió a envolver en un plastiquito. Junto a él, dejó una nota que decía “Pérez, siento haberte dejado un diente en mal estado. No volverá a ocurrir. Te prometo que voy a cuidar de mis dientes muy bien, y voy a lavarlos todos los días. Estarás orgulloso de tenerlos en tu colección.” Cuando se levantó por la mañana, se encontró una moneda y una notita así de pequeña. Cogió corriendo su lupa y leyó “Estoy muy orgulloso de ti, Ángel. Y sé que cuidarás de tus dientes, de los que tienes ahora y de los nuevos que te salgan. Porque eres un chico listo”.

Ángel sonrió, con ese agujero en medio de su boca que hacía que se le colase el aire, guardó su moneda para ir a comprar cromos y desde ese día se lavó los dientes siempre sin rechistar, que se lo había prometido a Pérez y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

miércoles, 20 de junio de 2012

María Elena se come primero el postre

Érase una vez que se era, que colorín colorado y este cuento se ha acabado… porque este es un cuento de María Elena, que todo lo hacía al revés.

María Elena era una niña muy buena, muy cariñosa y simpática, y muy trabajadora, pero… todo lo hacía al revés. María Elena se levantaba por la noche y se quería acostar por la mañana, iba al cole el domingo y luego el jueves no iba… y sus papás y sus profesores le decían “María Elena, María Elena, fíjate, que si haces las cosas al revés te vas a meter en un lío” y ella respondía “is, is, is”, porque María Elena a veces… ¡incluso hablaba al revés!

Un día, María Elena estaba muy contenta porque de postre en la comida tenía natillas de chocolate y a ella le encantaban. Llevaba toda la mañana pensando en sus natillas y deseando que fuera la hora de comérselas. Y por fin, llegó la hora de comer. Su mamá le dijo “venga, cómete bien todo y tendrás tus natillas” y se las puso ahí, en la mesa, junto con el arroz y el pollo, delante de ella… ¡qué ganas tenía!

Su mamá le explicó que tenía que tender la ropa pero que como se había hecho un poquito tarde y ella ya era mayor, podía empezar a comer sola. Le aseguró que en un momento venía y se sentaba a su lado. Así que María Elena empezó a comerse el plato de arroz, estaba riquísimo, ni un granito dejó. Mientras comía, su mamá a cada ratito se asomaba y le preguntaba “¿qué tal vas, María Elena?” y ella respondía “muy bien, mami” y seguía comiendo. Cuando acabó con el arroz, cogió las natillas y ¡se puso a comérselas! En un momentito, había terminado con ellas… Luego cogió el plato de pollo y se lo comió enterito, no dejó ni un trocito. Y se quedó tan a gusto.

Entonces apareció su mamá y vio todos los platos vacíos. Un poco sorprendida le dijo “¡Anda, pues sí que tenías hambre, hija! ¡Podías haberme esperado!” Pero no le importó mucho, estaba contenta por ver lo bien que María Elena había comido.

Después de comer, su mamá llevó a María Elena de nuevo al colegio. Allí María Elena empezó a encontrarse un poco mal, le dolía la tripa, cada vez más. Se lo dijo a su profesora y, como no se le pasaba, avisaron a su mamá, que fue a buscarla antes de acabar las clases.

Cuando llegó su mamá, a María Elena le dolía muchísimo la tripa así que, muy preocupadas, se fueron directamente al médico, sin pasar por casa ni nada.

La doctora ya conocía muy bien a María Elena, la había curado un montón de veces, y sabía que era una buena niña, aunque un poquito despistada. Ya se dio cuenta aquella vez que, en lugar de comerse los gusanitos y borrar con la goma se comió la goma y borró con los gusanitos… y claro, el cuaderno quedó fatal y ella tuvo un dolor de tripa… ¿no habría pasado algo parecido hoy?

La exploró con el estetoscopio, esa cosita para oír el corazón que sabe un poquito fría en el pecho pero no hace nada de daño. “Todo bien”, dijo. Luego le pidió que abriera mucho la boca y dijese Ahhh, y María Elena, muy obediente, lo hizo. “Todo bien”, repitió la doctora. Le miró los ojos y los oídos, “todo bien”, seguía diciendo. Hasta que le tocó la tripita y María Elena dijo “¡ayyy!” y la doctora se puso más seria. “Tiene la tripita un poco dura”, le explicó a su mamá. Y la mamá preocupada, preguntó “¿es grave, doctora?”. Ella le contestó “no lo creo, pero hay que averiguar por qué”. Y empezó a preguntarle a María Elena:

-      María Elena, ¿te has dado algún golpe en la tripa?
-      No.
-      ¿Has bebido agua muy fría?
-      No.
-      ¿Has comido muchas chuches?
-      No.
-      Y ¿desde cuándo te duele la tripa?
-      Pues desde esta tarde, empezó a dolerme en el cole.
-      ¿Por la mañana estabas bien?
-      Sí, doctora, perfectamente.
-      Muy bien, ¿qué comiste?
-      Pues… arroz y pollo y natillas.
-      Bueno, es una comida muy sana

Entonces la doctora recordó otra vez lo despistada que era María Elena y le preguntó:

-      María Elena,  ¿qué comiste primero?
-      El arroz, claro.
-      Muy bien, ¿Y después?
María Elena se quedó pensativa, tratando de recordar… al final lo tuvo claro: 

-      Después del arroz, las natillas
-      ¿Antes que el pollo? Preguntó la doctora, empezando a entender lo que había ocurrido.
-      Sí, y luego ya el pollo. Todo. No me he dejado ni un trocito, dijo María Elena orgullosa.
-      ¡Pero hombreeeee…!, dijo la doctora llevándose la mano a la frente como si de pronto lo comprendiese todo ¡No me digas más! Te has comido el postre antes de tiempo.

María Elena la miró muy sorprendida y de pronto tuvo la sensación de que había vuelto a liarla. Ni se atrevía a preguntar. Miró a su madre. Su madre la miró. Luego su madre miró a la doctora. Y las dos movieron la cabeza de un lado a otro, sonriendo un poquito. “Ayyyy… esta María Elena” dijo la doctora. Y le explicó que el postre es lo último que se come, porque el chocolate antes del pollo sienta mal, y antes del arroz, y de las patatas y hasta del chorizo… vamos que los dulces se toman al final de todo para que no hagan daño a la tripita y claro, María Elena se había zampado las natillas enteras antes del pollo. ¡Qué despiste!

Al menos no era nada serio pero le seguía doliendo la tripa y aunque la doctora le mandó un jarabe amarillo, tardó en curarle un buen rato. Y además sabía malísimo… menos mal que María Elena era una niña muy buena y se lo tomó sin rechistar, porque siempre obedecía a sus papás y a la doctora que si no…

Y cuando se puso buena, lo había pasado tan pero tan mal que prometió no volver a comerse el chocolate primero y dejarlo siempre siempre para el final. Y vaya que si lo cumplió, y nunca más volvió a tener el mismo dolor de tripa. ¡Menos mal!

Y colorín colorado que este cuento se ha acabado, y no vuelve a empezar porque te lo cuento yo, que si te lo llega a contar María Elena…

viernes, 15 de junio de 2012

Ángel no quiere comer carne

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…
 
Como aquel día, que Ángel no quería comerse la carne. Se había tomado un plato de sopa sin rechistar y de postre le esperaba su favorito: natillas. Pero dijo que no comía carne, y que no comía carne. Y no se la comió. Sus papás le explicaron que estaba creciendo, que había que comer de todo, que si no se pondría malito o no crecería bien… y él emperrado “que no me la quiero comer, que no me la como”. Y no se la comió. Por supuesto se quedó sin natillas, porque si no tenía hambre…

El caso es que esa noche, como todas las noches, se metió en la cama. Cerró los ojos y pronto se quedó dormido. Por la mañana, cuando se levantó, notó algo extraño bajo las sábanas, o mejor dicho, notó que faltaba algo. Con cara de susto levantó el edredón y ¡cuál no sería su sorpresa cuando se encontró con que tenía las piernas así de pequeñas! ¡como dos macarrones nada más! Se puso a gritar como un loco llamando a su madre ¿pero qué había pasado? Por la noche sus piernas estaban normales, como siempre… no podía entenderlo.

Su madre llegó rápidamente al oir los gritos “¿Qué pasa, Ángel? ¿A qué vienen esos gritos?” le preguntó. Ángel estaba tan asustado que no podía ni hablar. Como pudo le señaló sus piernas y su madre se quedó… con la boca abierta. Tampoco entendía nada. Cogió a Ángel y trató de vestirle para ir corriendo al médico, pero claro, sus pantalones colgaban, le quedaban inmensos y además… no podía andar… le tuvo que sentar en el carrito de cuando era bebé, ¡a él! con lo mayor que era ya… Le echó una mantita por encima para que no se vieran sus piernas macarrón y se fueron al médico a toda velocidad.

Por la calle, la gente miraba a Ángel y algunos niños se reían, claro, en ese carrito de bebé y con la mantita por encima, tenía unas pintas… En fin, que menos mal que llegaron pronto a la consulta.

En la sala de espera había más gente. Un niño se acercó a Ángel y le miró con curiosidad, con tanta que al final le preguntó “Oye, ¿tú por qué vas en un cochecito de bebé?” A regañadientes, Ángel levantó la mantita y le enseñó al niño sus piernecillas, que no habían mejorado ni un poco desde que salieron de casa. El niño las miró horrorizado y salió corriendo hasta donde estaba su papá. Justo en ese momento, el doctor llamó a Ángel.

Cuando entraron en la consulta, el doctor, que ya conocía a Ángel y a su mamá, les saludó cariñoso y les preguntó qué ocurría. En lugar de hablar, el niño de nuevo levantó su mantita. El doctor le miró muy seriamente y le preguntó:

-      Ángel, ¿te has caído de la cama?
-      No.
-      ¿Te has dado algún golpe?
-      No.
-      ¿Qué ha pasado?
-      No lo sé, cuando me levanté mis piernas estaban ya así.
-      ¿Y anoche al acostarte?
-      Estaban como siempre.
-      Bueno, bueno, y ¿qué hiciste antes de irte a dormir?
-      Pues me dí una ducha.
-      Eso está bien, ¿qué más?
-      Cené.
-      Muy bien, ¿qué más?
-      Nada más, me fui a dormir.
-      Vaya vaya, y ¿qué cenaste?
-      Pues sopita.
-      Estupendo, ¿y después?
-      Bueeeno, naaaadaaa.
-      ¿Nada? ¿Y eso? ¿una tortilla, un filete, pescadito, salchichas…? algo más tomarías.
-      Nooo, es que… no me quise comer la carne, respondió Ángel avergonzado.
-      ¡Pero bueeeenoooo…!, dijo el doctor llevándose la mano a la frente como si de pronto lo comprendiese todo ¡No me digas más!
-      ¿Qué?
-      ¿Tú no sabes que el cuerpo necesita de todo para crecer? Hay alimentos que ayudan a crecer a los brazos, otros a la espalda, otros a las orejas… y si no comes de todo, algunas partes del cuerpo no crecen bien…
-      ¿Entonces al no comerme la carne…? La cara de Ángel se puso blanca como el papel.
-      Exactamente, tus piernas no han recibido la energía que necesitaban… y han dejado de crecer.

Ángel se puso a llorar, él no sabía que eso podía pasar, creía que eran tonterías de sus padres eso de que había que comer de todo… Entre lloros, preguntó al médico:

-      ¿Y ahora qué hago? Yo necesito mis piernecitas, para andar y correr, para montar en bici, para jugar al fútbol y subirme a los árboles… buahhhhhh!!!!

El doctor, aún muy serio, le contestó:

-      Mira, Ángel, hay una solución pero no te voy a engañar, es un poco… dolorosa.
-      ¿Cuál, doctor? Haré lo que sea, lo que sea, de verdad, de verdad, de verdad…
-      Primero hay que conseguir que tus piernas crezcan hasta quedarse como estaban ayer, y después… esto no puede volver a ocurrir.
-      Sí, sí, sí, sí, sí, doctor… lo que usted me diga, se lo prometo.
-      Eso está bien, Ángel. Entonces ¡manos a la obra!

Ángel le miró fijamente ¿qué significaba eso? Y ¿por qué había dicho que la solución era dolorosa? De pronto, vio como el médico preparaba una jeringa, le pareció enorme… pero no se atrevió a decir ni pío. El doctor se acercó a él y le explicó “Mira, Ángel, tenemos que ponerte una inyección para que tus piernas vuelvan a crecer”. Ángel se puso a llorar, no le gustaban nada las inyecciones, claro… Ayyyy si hubiera hecho caso a sus papás y se hubiese comido ese poquito de carne, si era tan pequeño… no como esa enorme inyección, ayyyy….

El doctor le puso la inyección, que como era de las que llevan “crecehuesos”, le dolió un montón. Tanto, tanto que a partir de ese día Ángel siempre se comió todo lo que le ponían en el plato, aunque no le gustase mucho… y si algún día le daban ganas de dejárselo, se acordaba de sus piernecitas macarrón y de la enorme jeringa… y se lo comía todo, que se lo había prometido al doctor y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

viernes, 23 de marzo de 2012

Los cuentos de Ángel y de María Elena

Ángel y María Elena han sido dos de mis mayores ayudantes durante la primera infancia de mi hijo. Fueron creados para ayudar a mi peque a entender las consecuencias de sus actos, y crecieron con él.

Ángel es un niño de la misma edad que el mío, o que el tuyo, y como él, o como ella, es un poquito rebelde, un poco desobediente... y claro, le pasan cosas. Pero también es muy listo y aprende de sus errores, para que no le vuelvan a ocurrir esas cosas.

María Elena es obediente y dócil, pero muy, muy despistada. Tiende a no fijarse y a hacer las cosas al revés. Y claro, ella también se encuentra con resultados inesperados. Le cuesta un poco aprender pero lo intenta, lo intenta... y lo seguirá intentando.

Todos los cuentos de cada uno de ellos empiezan exactamente igual. También acaban con las mismas palabras siempre. Mi hijo lo agradecía, le daba una enorme seguridad y eso le permitía centrarse mucho más en el desarrollo de la historia y en el mensaje que yo quería transmitirle.

Por supuesto los cuentos eran convenientemente escenificados, con gestos, caras, tonos de voz… ¡qué os voy a contar que no sepáis de cómo hay que contar cuentos a los niños!

Fui inventando los cuentos a medida que los necesitábamos. Incluso llegó un momento en que mi peque me los sugería, cuando tenía que afrontar una situación que le generaba cierta ansiedad... así que me doy por satisfecha. Y aunque ahora mi hijo ya no me mire embelesado esperando el desenlace, agradezco infinitamente esas miradas a Ángel y a María Elena. Aquí os los iré dejando, por si os pueden echar una mano también con vuestros enanitos.