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jueves, 28 de junio de 2012

Ángel no quiere lavarse los dientes

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…

Como aquel día, que Ángel no quería lavarse los dientes antes de acostarse. Muchas veces le daba pereza pero ese día es que ¡de verdad no quería! Su mamá habló con él y le intentó convencer, su papá habló con él y le intentó convencer, hasta su tío que llamó por teléfono habló con él y le intentó convencer. Y él, que nada, que no se los quería lavar. Y al final ¡se fue a dormir sin lavarse los dientes! Sus papás le habían contado que si no se lavaba los dientes se le enfermarían y acabarían por caérsele llenitos de caries pero él no se lo creía…

Cuando se levantó por la mañana se miró al espejo “¿lo ves?” pensó sonriendo… “¡qué exagerados! No ha pasado nada de eso”. Efectivamente sus dientes lucían como siempre, todos en su boca, arriba y abajo, algo sucios eso sí pero no se había caído ninguno. Lo que Ángel no recordaba es que eso pasaría tras unos días sin lavárselos, no sólo por una noche. “Además”, siguió pensando, “si se me tienen que caer igual, a todos mis amigos se les están cayendo”. A él mismo se le había caído uno en verano y el Ratoncito Pérez le había dejado una moneda. Sonrió contento al recordarlo, la de cromos que se había comprado con aquella moneda… tampoco era tan grave que se le cayeran todos los dientes ¿no? tendría más monedas y más cromos… Decidió dejar de lavarse los dientes.

A partir de ese día, Ángel no se lavó los dientes ninguna noche. Sus papás le advirtieron de lo que iba a pasar, y trataron de abrirle la boca para meterle el cepillo pero el muy bruto no se dejó. Incluso se hizo daño al cerrarla tan fuerte… Al final sus papás le dijeron algo así como “atente a las consecuencias” que significa “vas a ver lo que pasa y te vas a arrepentir de lo que estás haciendo”. Pero no hizo caso.

Y eso, consecuencias, fueron que después de un par de días, sus dientes tenían un color bastante feo. Sus amigos no querían jugar cerca de él porque decían que su aliento olía mal. A veces incluso al tragar le sabía raro… pero como Ángel era terco como una mula, seguía sin lavarse los dientes. Y un día ocurrió. Estaba comiéndose un bocadillo de jamón y, al tirar de él sintió algo extraño ¡se le había caído un diente! Se lo llevó corriendo a mamá ilusionado pensando en que por la mañana debajo de su almohada habría una moneda pero cuando su mamá lo vio, tan sucio, le dijo:

-      Uff, no sé yo si al Ratoncito Pérez le va a gustar
-      ¿Gustar? Y ¿por qué no?
-      Hombre, Ángel, porque Pérez colecciona dientes pero un diente sucio no sé si va a ponerlo en su colección ¿no crees?
-      ¡Qué tontería! Un diente es un diente… Pero la verdad es que Ángel no estaba tan seguro de que el ratón pensara igual que él.

Finalmente llegó la noche. Al acostarse, Ángel envolvió su diente en un plastiquito y lo dejó bajo la almohada, deseando que llegara ya la mañana. Aunque le costó un poco dormirse, lo consiguió tras unas cuantas vueltas. La noche fue tranquila.

Cuando se despertó, Ángel se acordó inmediatamente de su diente, miró bajo la almohada y… ¡cuál no sería su sorpresa al encontrarse su diente envuelto allí mismo, justo donde lo había dejado! Pero bueno, ¿es que Pérez no había venido o qué? Ah, sí, junto al diente había algo más, un papelito. Era muy pequeño y no lo había visto antes. Lo cogió, tenía algo escrito, lo desdobló y… casi no podía leerlo de tan pequeño que era. Se levantó y cogió su lupa, la que tenía para jugar a los detectives.

Leyó “Hola Ángel, lo siento mucho pero este diente está demasiado sucio. Afeará mi colección así que, por favor, guárdalo tú y no me dejes más así de sucios. Atentamente, Ratón Pérez”.

Se quedó… con la boca abierta. Así que después de todo, era cierto… Pérez no quería dientes sucios… Entonces pensó que su plan había fallado, Pérez no le dejaría monedas si sus dientes no estaban limpios, y su boca sabía mal, y olía peor, estaba a punto de perder a sus amigos por esa tontería de no querer lavarse los dientes… y sus dientes seguramente estaban enfermando… a lo mejor ni siquiera le salían los nuevos, o si le salían le saldrían enfermos y se le caerían también… y entonces, entonces no podría comer deliciosos bocadillos de jamón ¡¡¡necesitaba sus dientes!!!

Entró llorando a la cocina, donde su madre preparaba el desayuno. Cuando le vio con ese berrinche se asustó un montón y se acercó a consolarle. Ángel le contó todo lo que había pasado, lo de la nota de Pérez y cómo se había dado cuenta de que dejar de lavarse los dientes había sido una tontería. Mamá le consoló y le dijo “bueno, Ángel, pero todavía estás a tiempo de arreglarlo”. Ángel dejó de llorar y miró a mamá, que seguía diciéndole “todavía se te tienen que caer muchos dientes, y si te los cuidas, Pérez los recogerá y te dejará algunas monedas, y tus amigos volverán a jugar contigo cuando tu aliento deje de oler mal, y tus dientes nuevos crecerán sanos y fuertes y podrás seguir comiendo bocadillos de jamón y de lo que tú quieras…”. Claro, mamá tenía razón… sólo tenía que… ¡volver a lavarse los dientes!

Ese día Ángel se lavó los dientes a conciencia, los frotó con el cepillo como nunca lo había hecho. Y limpió también el diente que se le había caído. Lo dejó blanco blanquísimo y lo volvió a envolver en un plastiquito. Junto a él, dejó una nota que decía “Pérez, siento haberte dejado un diente en mal estado. No volverá a ocurrir. Te prometo que voy a cuidar de mis dientes muy bien, y voy a lavarlos todos los días. Estarás orgulloso de tenerlos en tu colección.” Cuando se levantó por la mañana, se encontró una moneda y una notita así de pequeña. Cogió corriendo su lupa y leyó “Estoy muy orgulloso de ti, Ángel. Y sé que cuidarás de tus dientes, de los que tienes ahora y de los nuevos que te salgan. Porque eres un chico listo”.

Ángel sonrió, con ese agujero en medio de su boca que hacía que se le colase el aire, guardó su moneda para ir a comprar cromos y desde ese día se lavó los dientes siempre sin rechistar, que se lo había prometido a Pérez y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.

miércoles, 20 de junio de 2012

María Elena se come primero el postre

Érase una vez que se era, que colorín colorado y este cuento se ha acabado… porque este es un cuento de María Elena, que todo lo hacía al revés.

María Elena era una niña muy buena, muy cariñosa y simpática, y muy trabajadora, pero… todo lo hacía al revés. María Elena se levantaba por la noche y se quería acostar por la mañana, iba al cole el domingo y luego el jueves no iba… y sus papás y sus profesores le decían “María Elena, María Elena, fíjate, que si haces las cosas al revés te vas a meter en un lío” y ella respondía “is, is, is”, porque María Elena a veces… ¡incluso hablaba al revés!

Un día, María Elena estaba muy contenta porque de postre en la comida tenía natillas de chocolate y a ella le encantaban. Llevaba toda la mañana pensando en sus natillas y deseando que fuera la hora de comérselas. Y por fin, llegó la hora de comer. Su mamá le dijo “venga, cómete bien todo y tendrás tus natillas” y se las puso ahí, en la mesa, junto con el arroz y el pollo, delante de ella… ¡qué ganas tenía!

Su mamá le explicó que tenía que tender la ropa pero que como se había hecho un poquito tarde y ella ya era mayor, podía empezar a comer sola. Le aseguró que en un momento venía y se sentaba a su lado. Así que María Elena empezó a comerse el plato de arroz, estaba riquísimo, ni un granito dejó. Mientras comía, su mamá a cada ratito se asomaba y le preguntaba “¿qué tal vas, María Elena?” y ella respondía “muy bien, mami” y seguía comiendo. Cuando acabó con el arroz, cogió las natillas y ¡se puso a comérselas! En un momentito, había terminado con ellas… Luego cogió el plato de pollo y se lo comió enterito, no dejó ni un trocito. Y se quedó tan a gusto.

Entonces apareció su mamá y vio todos los platos vacíos. Un poco sorprendida le dijo “¡Anda, pues sí que tenías hambre, hija! ¡Podías haberme esperado!” Pero no le importó mucho, estaba contenta por ver lo bien que María Elena había comido.

Después de comer, su mamá llevó a María Elena de nuevo al colegio. Allí María Elena empezó a encontrarse un poco mal, le dolía la tripa, cada vez más. Se lo dijo a su profesora y, como no se le pasaba, avisaron a su mamá, que fue a buscarla antes de acabar las clases.

Cuando llegó su mamá, a María Elena le dolía muchísimo la tripa así que, muy preocupadas, se fueron directamente al médico, sin pasar por casa ni nada.

La doctora ya conocía muy bien a María Elena, la había curado un montón de veces, y sabía que era una buena niña, aunque un poquito despistada. Ya se dio cuenta aquella vez que, en lugar de comerse los gusanitos y borrar con la goma se comió la goma y borró con los gusanitos… y claro, el cuaderno quedó fatal y ella tuvo un dolor de tripa… ¿no habría pasado algo parecido hoy?

La exploró con el estetoscopio, esa cosita para oír el corazón que sabe un poquito fría en el pecho pero no hace nada de daño. “Todo bien”, dijo. Luego le pidió que abriera mucho la boca y dijese Ahhh, y María Elena, muy obediente, lo hizo. “Todo bien”, repitió la doctora. Le miró los ojos y los oídos, “todo bien”, seguía diciendo. Hasta que le tocó la tripita y María Elena dijo “¡ayyy!” y la doctora se puso más seria. “Tiene la tripita un poco dura”, le explicó a su mamá. Y la mamá preocupada, preguntó “¿es grave, doctora?”. Ella le contestó “no lo creo, pero hay que averiguar por qué”. Y empezó a preguntarle a María Elena:

-      María Elena, ¿te has dado algún golpe en la tripa?
-      No.
-      ¿Has bebido agua muy fría?
-      No.
-      ¿Has comido muchas chuches?
-      No.
-      Y ¿desde cuándo te duele la tripa?
-      Pues desde esta tarde, empezó a dolerme en el cole.
-      ¿Por la mañana estabas bien?
-      Sí, doctora, perfectamente.
-      Muy bien, ¿qué comiste?
-      Pues… arroz y pollo y natillas.
-      Bueno, es una comida muy sana

Entonces la doctora recordó otra vez lo despistada que era María Elena y le preguntó:

-      María Elena,  ¿qué comiste primero?
-      El arroz, claro.
-      Muy bien, ¿Y después?
María Elena se quedó pensativa, tratando de recordar… al final lo tuvo claro: 

-      Después del arroz, las natillas
-      ¿Antes que el pollo? Preguntó la doctora, empezando a entender lo que había ocurrido.
-      Sí, y luego ya el pollo. Todo. No me he dejado ni un trocito, dijo María Elena orgullosa.
-      ¡Pero hombreeeee…!, dijo la doctora llevándose la mano a la frente como si de pronto lo comprendiese todo ¡No me digas más! Te has comido el postre antes de tiempo.

María Elena la miró muy sorprendida y de pronto tuvo la sensación de que había vuelto a liarla. Ni se atrevía a preguntar. Miró a su madre. Su madre la miró. Luego su madre miró a la doctora. Y las dos movieron la cabeza de un lado a otro, sonriendo un poquito. “Ayyyy… esta María Elena” dijo la doctora. Y le explicó que el postre es lo último que se come, porque el chocolate antes del pollo sienta mal, y antes del arroz, y de las patatas y hasta del chorizo… vamos que los dulces se toman al final de todo para que no hagan daño a la tripita y claro, María Elena se había zampado las natillas enteras antes del pollo. ¡Qué despiste!

Al menos no era nada serio pero le seguía doliendo la tripa y aunque la doctora le mandó un jarabe amarillo, tardó en curarle un buen rato. Y además sabía malísimo… menos mal que María Elena era una niña muy buena y se lo tomó sin rechistar, porque siempre obedecía a sus papás y a la doctora que si no…

Y cuando se puso buena, lo había pasado tan pero tan mal que prometió no volver a comerse el chocolate primero y dejarlo siempre siempre para el final. Y vaya que si lo cumplió, y nunca más volvió a tener el mismo dolor de tripa. ¡Menos mal!

Y colorín colorado que este cuento se ha acabado, y no vuelve a empezar porque te lo cuento yo, que si te lo llega a contar María Elena…

viernes, 15 de junio de 2012

Ángel no quiere comer carne

Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy, muy lejano, vivía con sus papás un niño que se llamaba Ángel. Ángel era un niño muy bueno, muy cariñoso, y muy trabajador pero… un poquito desobediente. Sus papás le advertían de las cosas que podían pasar pero él decía “sí, sí, sí” y luego hacía lo que le daba la gana… Y claro, a veces se metía en unos líos…
 
Como aquel día, que Ángel no quería comerse la carne. Se había tomado un plato de sopa sin rechistar y de postre le esperaba su favorito: natillas. Pero dijo que no comía carne, y que no comía carne. Y no se la comió. Sus papás le explicaron que estaba creciendo, que había que comer de todo, que si no se pondría malito o no crecería bien… y él emperrado “que no me la quiero comer, que no me la como”. Y no se la comió. Por supuesto se quedó sin natillas, porque si no tenía hambre…

El caso es que esa noche, como todas las noches, se metió en la cama. Cerró los ojos y pronto se quedó dormido. Por la mañana, cuando se levantó, notó algo extraño bajo las sábanas, o mejor dicho, notó que faltaba algo. Con cara de susto levantó el edredón y ¡cuál no sería su sorpresa cuando se encontró con que tenía las piernas así de pequeñas! ¡como dos macarrones nada más! Se puso a gritar como un loco llamando a su madre ¿pero qué había pasado? Por la noche sus piernas estaban normales, como siempre… no podía entenderlo.

Su madre llegó rápidamente al oir los gritos “¿Qué pasa, Ángel? ¿A qué vienen esos gritos?” le preguntó. Ángel estaba tan asustado que no podía ni hablar. Como pudo le señaló sus piernas y su madre se quedó… con la boca abierta. Tampoco entendía nada. Cogió a Ángel y trató de vestirle para ir corriendo al médico, pero claro, sus pantalones colgaban, le quedaban inmensos y además… no podía andar… le tuvo que sentar en el carrito de cuando era bebé, ¡a él! con lo mayor que era ya… Le echó una mantita por encima para que no se vieran sus piernas macarrón y se fueron al médico a toda velocidad.

Por la calle, la gente miraba a Ángel y algunos niños se reían, claro, en ese carrito de bebé y con la mantita por encima, tenía unas pintas… En fin, que menos mal que llegaron pronto a la consulta.

En la sala de espera había más gente. Un niño se acercó a Ángel y le miró con curiosidad, con tanta que al final le preguntó “Oye, ¿tú por qué vas en un cochecito de bebé?” A regañadientes, Ángel levantó la mantita y le enseñó al niño sus piernecillas, que no habían mejorado ni un poco desde que salieron de casa. El niño las miró horrorizado y salió corriendo hasta donde estaba su papá. Justo en ese momento, el doctor llamó a Ángel.

Cuando entraron en la consulta, el doctor, que ya conocía a Ángel y a su mamá, les saludó cariñoso y les preguntó qué ocurría. En lugar de hablar, el niño de nuevo levantó su mantita. El doctor le miró muy seriamente y le preguntó:

-      Ángel, ¿te has caído de la cama?
-      No.
-      ¿Te has dado algún golpe?
-      No.
-      ¿Qué ha pasado?
-      No lo sé, cuando me levanté mis piernas estaban ya así.
-      ¿Y anoche al acostarte?
-      Estaban como siempre.
-      Bueno, bueno, y ¿qué hiciste antes de irte a dormir?
-      Pues me dí una ducha.
-      Eso está bien, ¿qué más?
-      Cené.
-      Muy bien, ¿qué más?
-      Nada más, me fui a dormir.
-      Vaya vaya, y ¿qué cenaste?
-      Pues sopita.
-      Estupendo, ¿y después?
-      Bueeeno, naaaadaaa.
-      ¿Nada? ¿Y eso? ¿una tortilla, un filete, pescadito, salchichas…? algo más tomarías.
-      Nooo, es que… no me quise comer la carne, respondió Ángel avergonzado.
-      ¡Pero bueeeenoooo…!, dijo el doctor llevándose la mano a la frente como si de pronto lo comprendiese todo ¡No me digas más!
-      ¿Qué?
-      ¿Tú no sabes que el cuerpo necesita de todo para crecer? Hay alimentos que ayudan a crecer a los brazos, otros a la espalda, otros a las orejas… y si no comes de todo, algunas partes del cuerpo no crecen bien…
-      ¿Entonces al no comerme la carne…? La cara de Ángel se puso blanca como el papel.
-      Exactamente, tus piernas no han recibido la energía que necesitaban… y han dejado de crecer.

Ángel se puso a llorar, él no sabía que eso podía pasar, creía que eran tonterías de sus padres eso de que había que comer de todo… Entre lloros, preguntó al médico:

-      ¿Y ahora qué hago? Yo necesito mis piernecitas, para andar y correr, para montar en bici, para jugar al fútbol y subirme a los árboles… buahhhhhh!!!!

El doctor, aún muy serio, le contestó:

-      Mira, Ángel, hay una solución pero no te voy a engañar, es un poco… dolorosa.
-      ¿Cuál, doctor? Haré lo que sea, lo que sea, de verdad, de verdad, de verdad…
-      Primero hay que conseguir que tus piernas crezcan hasta quedarse como estaban ayer, y después… esto no puede volver a ocurrir.
-      Sí, sí, sí, sí, sí, doctor… lo que usted me diga, se lo prometo.
-      Eso está bien, Ángel. Entonces ¡manos a la obra!

Ángel le miró fijamente ¿qué significaba eso? Y ¿por qué había dicho que la solución era dolorosa? De pronto, vio como el médico preparaba una jeringa, le pareció enorme… pero no se atrevió a decir ni pío. El doctor se acercó a él y le explicó “Mira, Ángel, tenemos que ponerte una inyección para que tus piernas vuelvan a crecer”. Ángel se puso a llorar, no le gustaban nada las inyecciones, claro… Ayyyy si hubiera hecho caso a sus papás y se hubiese comido ese poquito de carne, si era tan pequeño… no como esa enorme inyección, ayyyy….

El doctor le puso la inyección, que como era de las que llevan “crecehuesos”, le dolió un montón. Tanto, tanto que a partir de ese día Ángel siempre se comió todo lo que le ponían en el plato, aunque no le gustase mucho… y si algún día le daban ganas de dejárselo, se acordaba de sus piernecitas macarrón y de la enorme jeringa… y se lo comía todo, que se lo había prometido al doctor y las promesas, se cumplen.

Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado.